En 1911 veía la luz el Diccionario de lugares comunes, una obra elaborada durante más de treinta años por Gustave Flaubert y publicada, a título póstumo, décadas después de la muerte de su autor. En ella, el escritor francés repasaba los tópicos y tabúes del siglo XIX definiendo las palabras de acuerdo a los prejuicios y valores imperantes en su sociedad. Todo un testimonio del pensamiento estereotipado de la época, ordenado por orden alfabético y emulando las entradas de un diccionario.
Con humor, ironía y precisión, Flaubert recorre los juicios y clichés que imperan en las conversaciones diarias y se burla de la mediocridad y la tendencia generalizada a terminar discusiones cruciales, en lugares comunes a base de conclusiones livianas.
El libro supone toda una reflexión sobre la banalidad del lenguaje y por tanto, la banalidad del pensamiento. Una aguda crítica al proceso social a través del cual las palabras van llenándose, a base de repeticiones sin ningún filtro, de potentes significados que en lugar de servir como vehículo para el entendimiento se convierten en obstáculo para la reflexión y el análisis.
Sorprende (y asusta) darse cuenta que el libro sigue teniendo actualidad, que muchas de las definiciones no han perdido su vigencia y que un ejercicio crítico similar podría extenderse a lo que hoy se considera la sabiduría popular. A tantos refranes que salpican hoy nuestras conversaciones y que se utilizan como pensamientos automáticos para sostener una opinión o como argumento fatuo para intentar llevar la razón. De hecho, cualquier razón: pues si alguien reclama ufano que a quien madruga dios le ayuda, rápidamente podría replicarse que no por mucho madrugar amanece más temprano.
El refrán constituye un recurso lingüístico inmediato que si bien en alguna ocasión puede sintetizar un aprendizaje o una reflexión valiosa, mucho más a menudo contribuye a afianzar estereotipos absurdos que deberíamos analizar con más cuidado antes de propagarlos y repetirlos alegremente ante oídos ajenos o incluso ante nosotros mismos. Desde aquellos que pueden justificar la violencia (quien bien te quiere te hará llorar) pasando por los que invitan a la ignorancia o al inmovilismo (la curiosidad mató al gato; más vale malo conocido que bueno por conocer) o los que transforman la desconfianza en bondad garantizando la ingratitud (cría cuervos y te sacarán los ojos) hasta los que, ante la partida, sirven para engordar el ego vaticinando el empeoramiento de la cosas pues siempre alguien vendrá que a mí bueno me hará.
Pero además, el refrán puede convertirse en un poderoso limitante de la reflexión y el pensamiento. Una firme barrera para el análisis que nos impide profundizar en la realidad y sirve sólo para dar por zanjada una discusión inacabada. Como ejemplo, la definición que Flaubert hace de excepción: Dícese de la que confirma la regla pero sin arriesgarse a explicar cómo.
Al servicio del imaginario colectivo más superficial, hoy día los refranes siguen usándose con mucha frecuencia para cerrar en falso cuestiones controvertidas para las que no tenemos respuesta verdadera. Porque no ayuda mucho concluir alegremente que donde manda patrón, no manda marinero si lo que está en juego es clarificar quién es el patrón y quién el marinero; o si se trata de definir el límite exacto de la autoridad.
O porque, en realidad, da igual que veamos la botella medio llena o medio vacía si la verdadera cuestión, y lo importante, es saber si el agua alcanza para todos.