Hace ya muchos años, durante un viaje por el mundo, el día terminó con un largo y tranquilo paseo por entre los restos de la Historia. No había guías, grupos turísticos y ni si quiera gente y caminamos despacio y en silencio entre las columnas, paredes y templos que nos rodeaban por todos lados. Deslumbrados por su belleza, atónitos por su estado de conservación, abrumados con tanto pasado e imaginando cómo debería haber sido la vida en aquel lugar miles de años antes. Al fondo, allá arriba, siempre presente y mirándonos con altivez, la imponente fortaleza de Qalaat ibn Maan en la cima de la colina que acabábamos de descender.
Los colores del atardecer, la puesta de sol, la brisa que acaricia, alivia y refresca el desierto en las primeras horas de la noche, la aparición de las estrellas y el extraordinario silencio con el que ocurría todo nos llevó a deambular pensativos casi en un estado de embelesamiento. Deteniéndonos aquí o allá a contemplar el entorno y descansar tumbados en sus históricas piedras aún calientes por el sol.
Con la misma tranquilidad con la que no ocurría nada, apareció de entre las sombras un pastor con un pequeño rebaño de cabras. Nos saludó, se sentó a nuestro lado con una gran sonrisa e inició una conversación en un buen inglés que hablaba suavemente, casi en voz baja. Como si a nuestro alrededor el mundo se hubiese echado a dormir y no quisiera despertarlo. En el mismo tono, le contamos de dónde veníamos, las etapas previas del viaje hasta ese momento, la falta de planes para después y los motivos que, mezclando historia y leyendas, nos habían llevado hasta allí.
Su sonrisa se hizo aún más grande y mirando a su alrededor con devoción comenzó a contarnos su amor profundo por aquel lugar. Nos dijo que aquel ambiente tranquilo, bello y casi mágico había sido la razón por la que había vuelto a su ciudad natal después de pasar unos años en Damasco adonde se mudó por un trabajo como profesor al terminar sus estudios y donde nunca se acostumbró al bullicio de la capital. Nos explicó que había vuelto porque extrañaba el espacio abierto y silencioso en el que había crecido, la belleza estática que le acompañaba a cada paso, el sosiego embrujante del entorno y la contundente y enigmática presencia del desierto pues la naturaleza más inhóspita es, a la vez, la más bella.
Y después de cada dos o tres frases apasionadas sobre su entorno y su vida tranquila, repetía una y otra vez con una gran sonrisa: I speak from my heart not from my mouth (hablo desde el corazón, no por la boca). Como un mantra, como un verso. Subrayando que sus palabras no eran las frases aprendidas de un guía, ni la mera descripción de un entorno privilegiado sino, simplemente, una declaración de amor.
Y así, hablando desde el corazón, nos narró su apacible rutina diaria, sus ratos de vida familiar en el pueblo, los pormenores de su pequeño comercio y, sobre todo, su momento favorito del día: traer sus animales y pasear sólo al anochecer por entre las ruinas de Palmira. Disfrutando de la soledad, el silencio, las estrellas, la belleza del lugar, la temperatura… descubriendo cada día nuevos detalles de las piedras, del cielo y entreteniéndose cada noche con cualquier pensamiento. Una combinación de mil pinceladas que le abrazaban con dulzura al final de cada día para hacerle sentir tan especial y tan pleno como en ningún otro lugar en el mundo. «Believe me my friends, I speak from my heart not from my mouth«. Por eso había vuelto. Por eso había regresado a aquel punto del desierto al Este de Siria y por eso, y porque se lo decía el corazón, no pensaba marcharse. Por eso, buscando eso mismo, nos decía desde el corazón, nosotros habíamos viajado hasta allí.
«Hete aquí un hombre feliz, todo un poeta» escribí más tarde aquella noche en mi cuaderno de viaje.
Hace unos pocos días, alrededor de una de esas tertulias de sobremesa desde las que se arregla el mundo con más pasión que en la Asamblea de las Naciones Unidas y que no tienen más agenda que saltar de un tema a otro sin mucho orden ni concierto, alguien mencionó cómo la barbarie había destruido ya gran parte de las ruinas de Palmira y asesinado brutalmente al arqueólogo que las cuidó toda su vida. El foro se llenó de rabia e indignación y en seguida otra persona protestó vehementemente ante el hecho de que tanta destrucción pudiera pasar sin que el mundo reaccionara para impedirlo. Rápidamente alguien más recordó que aquello, al fin y al cabo, no era ni lo más importante ni lo más urgente. Que aunque Palmira fuera una obra de arte no dejaba de ser algo material y que lo verdaderamente grave, trágico y ante lo que había que reaccionar eran los cientos de miles de vidas que se habían perdido ya en los cuatro años que dura la guerra en Siria y las muchísimas más que siguen muriendo o están atrapadas, y en grave riesgo, en lo que queda del país y en la región.
Aunque el dilema sobre el supuesto conflicto de prioridades entre proteger vidas humanas u obras de arte patrimonio de la humanidad sobrevoló un momento los cafés ni siquiera llegó a aterrizar: antes de que pudiera hacerlo, lo desvió una mención a la imagen de un niño sirio muerto mecido por las olas de una playa, hoy tan terrible como célebre, y que representa con descarnada precisión quirúrgica la tragedia de los millones de personas que tratan de escapar de la barbarie que los acosa y que está convirtiendo el Mediterráneo en una fosa común.
Con la velocidad vertiginosa a la que viaja la indignación cuando se desborda, la conversación derrapó en la curva de la crisis desatada en Europa por la llegada masiva de refugiados. Con el eco de las cucharillas removiendo el azúcar, volvió a coger fuerza con el impulso de las críticas a los Gobiernos inactivos o bloqueados y con el desprecio a los que son indiferentes, contrarios a ayudar y, especialmente, a aquellos que vuelven a levantar vallas entre países ignorando el tiempo y el esfuerzo que implicó quitarlas. Reposó unos segundos en el silencio solemne que se produce cuando las disyuntivas del mundo se detienen a la puerta de casa pero de nuevo fue recuperando velocidad con los ejemplos de solidaridad ciudadana y con la admiración por las organizaciones sociales que se ponen a hacer y resolver mientras los Estados se paralizan o se atrincheran.
Comenzó de nuevo una espiral ascendente de rabia avivada con menciones a la prensa y su capacidad impúdica de comercializar con todo, con las consecuencias de la crisis económica, las crueles dinámicas del mercado global y su impacto local, la corrupción, la ineptitud generalizada de la política nacional e internacional y culminó, finalmente, con el acuerdo casi unánime de vivir en tiempos de crisis de valores individuales y sociales y con el desánimo que se impone cuando uno se empeña en convencerse de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
El mundo entero durante un café con leche.
Y como tantas otras veces a lo largo de estos años, pienso mientras en silencio en aquel lugar y en aquel pastor que juntos me regalaron uno de los momentos más bonitos y mágicos de mi vida y me invade una profunda tristeza.
Y me pregunto, no con la boca sino desde el corazón, hoy adolorido y confuso, qué habrá sido de ellos en medio de tanta barbarie.