Pasando páginas

Algunos dicen que somos lo que pensamos. Hay quien cree que lo que comemos. Otros que estamos hechos de nuestras decisiones: de cómo nos determina lo que elegimos o de cuánto nos pesa aquello que, en su día, descartamos. Según el poeta Caballero Bonald no somos más que el tiempo que nos queda. Y sin embargo, en realidad, cada uno no es más, ni menos, que el resultado de sus propias experiencias.
Y aunque los lugares comunes insistan en negarnos pregonando que «la distancia es el olvido», que «veinte años son nada» y que «cualquier tiempo pasado fue mejor», la verdad es que dos décadas pueden sumar toda una vida, que nada mejor que la distancia para engancharse y vivir idealizando los recuerdos; y que no hay objetivo más humano y más legítimo, que querer vivir hoy, siendo un poco más feliz que ayer.
Y viviendo, las imágenes, las palabras, los actos, las escenas y los sentimientos se nos van acumulando en la retina y el recuerdo. Cada uno con sus principios y finales, a veces tajantes, a veces borrosos. Y se van formando poco a poco los periodos que moldean la estructura, el pensamiento y el cuerpo de aquello que somos y llevamos (o incluso arrastramos) de un sitio a otro.
Desde las épocas en las que la vida estaba llena de cosas que aún no habían pasado, a los momentos turbulentos en los que sólo se puede salir corriendo en busca del tiempo perdido, pasando por los periodos en los que se logra construir un rincón propio en el mundo (insignificante pero valioso) y gran parte de los instantes importantes de la vida transcurren dentro casa.
Y mientras la vida pasa, también cambia en sus pequeños gestos: ya no solemos abrir un álbum en forma de libro para ver las fotos sino encender una pantalla. Y el cajón que guardaba la correspondencia personal apenas se usa, salvo para recibir con sorpresa alguna carta perdida y valiente que llega desafiando con su sobre y su sello todo un mundo de correos electrónicos.
Día a día, las vivencias se amontonan, se superponen y se van sustituyendo por recuerdos mientras las cifras y los años se confunden. La frialdad y la poca relevancia de los números se demuestra más que nunca pues los tiempos de la vida quedan divididos por aquello que nos marcó un principio o un final. Por periodos internos que sólo la intimidad entiende y que se burla de calendarios, fechas y estaciones.
«No, eso fue mucho antes porque aún vivíamos en la otra casa»
«Claro que fue entonces… Él aún estaba vivo»
«Acuérdate, eso ocurrió cuando ya estábamos casados»
Así decimos, cuando el tiempo ya se ha ido. Como criterio que esclarece las dudas en ese mundo borroso que es el pasado. Con la certeza que da referirse a un momento de la vida que es una frontera. De esos en los que la vida cambia. Y uno, con ella.
Y que serán después como mojones de una carretera, que nos ayudan a saber dónde estamos y a entender el trayecto recorrido. Que marcan inicios o finales de amores aún conservados o ya perdidos; que celebran nacimientos, conmemoran muertes, señalan viajes, traiciones, descubrimientos, decepciones, éxitos y logros, mudanzas, decisiones, pérdidas…
Y así vamos. Y así avanzamos. Marcados por afectos y emociones que en el futuro nos servirán como puntos de referencia para organizarnos la vida y sus recuerdos.
Y así seguimos, pasando páginas.
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Propósitos de año nuevo (para tiempos modernos)

Ya está: terminó el año anterior. Empezó 2017.

En el espacio de la pared que se encarga de recordarnos el día en que vivimos ya cuelga un nuevo calendario y una nueva agenda nos mira virginal desde encima de la mesa. Lo viejo ya se lo llevó el camión de la basura.

Se terminaron, ¡por fin!, los resúmenes de lo acontecido el año pasado, las recopilaciones de noticias anuales, las omnipresentes listas de libros, películas, espectáculos etc. del 2016; los balances colectivos y personales y, también, ese día del año en el que la principal noticia es que el año se acaba. Pasaron las fiestas y los dulces, los licores, las comidas y siempre, en el fondo de la copa, queda el poso de que todo es una versión de algo anterior.

Ya está: terminó el año anterior. Empieza este.

El cuaderno está en blanco. La oportunidad de escribirse empieza otra vez y es ahora, ¡justo ahora! (nos dicen desde todos lados) cuando podemos cambiar, cuando podemos sacar de nuestra vida todo aquello que no nos gusta (o que nos gusta pero que en el fondo sabemos que no está o no nos sienta bien) e incluir lo que echamos de menos.

Debe ser ahora: justo en estos días en los que se juntan intención, deseo y voluntad. Una constelación nada frecuente. Aprovéchese, pues las tres son efímeras y no suelen coincidir. Posiblemente, se hayan esfumado en unas semanas.

Junto a las enmiendas particulares que sólo uno conoce, en toda lista de propósitos de año nuevo siempre estarán los clásicos: dejar de fumar, apuntarse a un gimnasio, colaborar con una ONG…y, en definitiva, todos esos propósitos del ser bien-pensante que debemos ser.

Pero los tiempos cambian y, junto a los secretos más íntimos y a las intenciones más clásicas, hay que ir abriendo espacio a propósitos nuevos y sofisticados acordes a la híper-modernidad en la que vivimos. Aquí, unos esenciales:

  1. Miraré a la persona que me habla en vez de a mi pantalla móvil. (Para avanzados: procuraré sostener la atención y la mirada por más de treinta segundos sin desviarla al teléfono)
  1. En el hipotético caso de participar en una conversación (o incluso en un debate) hablaré sobre él y reflexionaré con calma sobre el tema sin hacer una búsqueda inmediata en Wikipedia. Incluso, intentaré recordar datos que tenía en mi memoria antes de buscarlos automáticamente en Google.
  1. Cuanto esté en un avión, no sólo voy a apagar el teléfono cuando lo digan las instrucciones de seguridad sino que además no lo encenderé antes de que las ruedas toquen el suelo… En todo caso (y en todo transporte público) voy a sostener mis conversaciones en voz baja para que el resto de los pasajeros no se vean obligados a escuchar los detalles de mi vida privada. Voy a pensar, por un momento, que soy insignificante y en la posibilidad de que mi vida no les importa.
  1. Voy a hacer un decidido esfuerzo para concentrarme en lo que esté haciendo sin dejar que los chats instantáneos de facebook, skype, whatsapp o similares me interrumpan cualquier cadena de pensamiento que se me ocurra… así sea de pensamientos inteligentes.
  1. Voy a comprar libros, música y películas originales. Este año sí. De veras que sí. Nada de copias. Que sí.
  1. No voy a tomar más de 400 fotos diarias con mi teléfono. Y voy a convencerme de que no tiene mucho sentido airearlas por el mundo virtual a cada instante. Especialmente, no compartiré masivamente qué tipo de croissant desayuno por las mañanas o el estado de ánimo con el que me levanto.
  1. Cuando en la calle o en un semáforo, un indigente me pida dinero, voy a mirarle a la cara así no le dé nada. Voy a convencerme (aunque me cueste) de que no son invisibles y que también existen. Así me duela.
  1. Voy a ser amable con los trabajadores/as con los que hablo en los centros de atención al cliente. Así sea la vigésimo quinta vez que llamo sobre el mismo tema, tenga que repetir cada vez y a cada persona el motivo de mi llamada y no consiga ninguna solución concreta para mi problema. Este año, prometo de verdad no perder los nervios, ni descargar mi frustración, ni insultarles desaforadamente. Aunque a veces pueda no parecerlo, son humanos, tienen sentimientos y familia.
  1. Voy a mirar las etiquetas de los productos. En el supermercado, no voy a comprar aquellos que tengan ingredientes que no pueda pronunciar. En las de ropa voy a reflexionar antes de comprar si sé algo del sitio remoto donde se hicieron las prendas y las condiciones de trabajo de quienes las manufacturaron.
  1. Cuando decida consumir libros y pelis, voy a proponerme que al menos una vez al año sea de buena calidad… Así tenga que ir a una sala de cine o a una librería que no esté en un centro comercial.

Y por supuesto, voy a dejar de fumar, ir a un gimnasio y apuntarme a una ONG. Amén.

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Matar a un iraquí.

Que la civilización occidental ha trivializado y normalizado la violencia es un hecho indudable. Basta una mirada detallada a nuestro alrededor para darse cuenta de la cantidad de actos violentos que consumimos diariamente: sintiéndolos ajenos si los vemos en las noticias, apropiándonos de ellos cuando los consumimos en cine o televisión; y propagándolos y validándolos (de manera más o menos consciente) cuando decidimos insertarlos en el universo de los más pequeños a través del juego.

El resultado de un análisis crítico puede incluso asustarnos ante el número de juguetes, dibujos animados, cómics etc. cuyo eje central es la violencia. Sea porque el divertimento en sí es, precisamente, “jugar” a matar, luchar o destruir o porque el ejercicio de la violencia se revela como el único camino posible al éxito y la victoria; o porque se ensalza la batalla, la eliminación del enemigo y los combates cuerpo a cuerpo o con armas sofisticadas y extra-poderosas. Una gran mayoría de los videojuegos tienen esta premisa como base y, además de naturalizar la violencia mediante su reproducción constante y a gran velocidad y convertir la agresión en un divertimento tiene un doble efecto, aún más perverso: forma una pátina de irrealidad sobre el ensañamiento y la ferocidad y crea una distancia psicológica entre el hecho de ejercerla y las consecuencias de sufrirla.

La aceptación de la violencia en los juguetes es tal, que existe un convencimiento generalizado que disocia el instrumento y su contenido como si no tuvieran nada que ver entre ellos. Escondido tras el ocio y el entretenimiento, no suele darse mucha importancia al hecho de que el juego consista en repetir, una y otra vez, pensamientos y acciones violentas; y cómo esto puede ser un canal de aprendizaje y desarrollo del comportamiento. Paradójicamente, en el mundo adulto, establecemos relaciones muy distintas con representaciones parecidas y comprendemos perfectamente que un piloto utilice un simulador de vuelo para aprender o que unos médicos ensayen y practiquen una operación en un programa virtual para perfeccionar su técnica y precisión…

Como con la mayoría de los pensamientos molestos, desdeñamos sistemáticamente el efecto didáctico de juegos en los que se suceden, de manera vertiginosa, situaciones que se resuelven violentamente y en las que destruir, disparar y matar (enemigos, monstruos o cualquier que sea la versión que encarne el mal) es el único comportamiento posible del protagonista. Correr, atacar, derrotar, desintegrar, abatir, vencer…Como gran triunfo: la siguiente pantalla.

Matar apretando un botón.

Nadie debería sorprenderse tanto de que el juego se haya convertido en realidad ni de que la misma evolución tecnológica que permite las recreaciones para las consolas de entretenimiento haya hecho posible también desarrollar la guerra desde la distancia a través de programas e instrumentos sofisticados que la convierten en un algo muy parecido a un juego virtual. Los aviones no tripulados y los drones son, quizá, el ejemplo más popular y el más apropiado pues su valor añadido es precisamente su capacidad de ataque mientras son conducidos desde la distancia a control remoto, con un mando y unos botones.

Quizá sea por eso por lo que la mayoría del mundo contempla la violencia terrible que asola al mundo con la misma distancia y frialdad con la que se contempla una pantalla de la consola. Quizá sea por eso por lo que también se aplican los mismos parámetros de pensamiento: ningún análisis sobre las causas ni consecuencias. Sólo prestando atención a la acción inmediata y cómo esta permite avanzar vertiginosamente a la siguiente pantalla.

Como respuesta artística, y como alegoría de su propia vida, el artista Iraquí Wafaa Bilal trasladó durante un mes su casa a una Galería de Arte de Chicago en la que creó una línea de fuego muy particular: su salón se convirtió en un espacio de batalla accesible por internet las 24 horas del día en el que cualquier internauta tenía la posibilidad de manejar desde su ordenador un arma de fuego, apuntar y dispararle en cualquier momento. En la sala, el arma conectada emitía un sonido similar a las armas automáticas y disparaba bolas de pintura amarilla. Al estilo de un juego que también se populariza cada vez más (paintball) en el que las personas juegan a la guerra, a veces incluso con uniformes y estrategia militar, para divertirse, entretenerse o… liberar estrés.

Mediante la instalación, la vida diaria del artista quedó expuesta al mundo durante un mes y, al mismo tiempo, sometida a los deseos (violentos o indulgentes) de los espectadores pues con independencia de las acciones que el protagonista intentara desarrollar en su hábitat, cualquiera podía dispararle anónimamente, desde cualquier lugar, en cualquier momento y cuantas veces quisiera.

El número de visitantes a la web del proyecto creció vertiginosamente. El divertimento se hizo viral y el videojuego (un poco más real, esta vez) más popular que nunca. Durante un mes, recibió 60.000 disparos (es decir, 2.000 diarios: 83 cada hora, más de uno por minuto) de una audiencia dispersa en más de 130 países fascinada y entretenida con la posibilidad de dar un paso más en la lógica virtual del video-juego: así el disparo fuera de pintura, esta vez, la víctima era de carne y hueso.

Las conductas de los internautas representaban todos los comportamientos posibles del ser humano ante la violencia: unos luchaban entre ellos por el control de la pistola para disparar; otros para intentar que el disparo errase y salvar a la víctima; otros le mostraban su solidaridad enviando por correo regalos y objetos de la sala que los disparos habían destruido; y otros protestaban por el tiempo que había que esperar en las horas punta para poder apoderarse de la pistola y tener su turno para disparar…

Desde el primer momento, el artista tuvo que instalar unos escudos para protegerse y poder hacer su vida diaria, lo que incluía la grabación de un video-blog diario con sus experiencias y reflexiones (https://www.youtube.com/user/mewafaa ) analizar el origen de las direcciones IP para ver dónde estaban situados los internautas y repasar los mensajes en el chat-room en el que recibía, por partes iguales insultos, amenazas y mensajes de apoyo y solidaridad.

A base de disparos de pintura amarilla, su espacio diario se fue destruyendo poco a poco: la lámpara, las paredes, los libros, el computador… y la sala de estar se convirtió en un espacio visual violento e impracticable. Como quien vive en cualquier zona de guerra, prácticamente, no pudo dormir pues sus intentos siempre eran interrumpidos por algún disparo (sólo pudo hacerlo escondido en el suelo, bajo la cama) y recibió muestras de solidaridad, visitas (que quedaban también expuestas al fuego anónimo) y paquetes con ayudas. Sus crónicas recrean las emociones y sentimientos de agradecimiento pero también la rabia, impotencia, ansiedad y vulnerabilidad de quien vive bajo la incertidumbre de poder ser atacado en cualquier momento.

La instalación revela de manera soberbia el nivel de desconexión física y psicológica que puede crearse entre quien ejerce la violencia y su víctima. Muchos aspectos de nuestra cultura y vida diaria no hacen sino profundizar en esa oscura sima. Entender eso, explica muchas cosas.

Del proyecto inicial surgió después a un libro, Mata a un iraquí en el que el artista narra sus reflexiones y explica con detalle la experiencia a la vez que la relaciona con la historia real de su país y la de su propia vida. Aunque su trabajo es de 2007, lamentablemente sigue reflejando con fina precisión la vida diaria de millones de personas en el mundo y de millones de sus compatriotas.

Y en un día histórico como hoy, en el que una guerra termina, quizá sea bueno empezar a repasar la vida por las cosas más simples: los juegos de los niños.

Palabras para Leonor.

Espero y deseo que vivas aprendiendo a ser libre.

Que descubras el mundo, Leonor, y que te guste tanto explorarlo como volver a casa. Que lo aproveches y disfrutes en todos sus rincones, sus idiomas y culturas. Que descubras a su gente, aprendas a quererla y a apreciar sus diferencias. Que entiendas pronto que, aunque cada persona es distinta, todos al final nos parecemos y buscamos siempre las mismas cosas.

Espero y deseo que aprendas a vivir sin comparar. Apreciando los momentos, las personas, las cosas y los sitios por lo que son y no por lo que les falta. Que disfrutes de cada instante como si fuera siempre el primero (con la ilusión de una niña ante un descubrimiento) y que vayas adquiriendo la certeza del sabio que es consciente de que cada momento siempre puede ser el último.

Espero y deseo que te indigne la injusticia. Que desde el rincón y la forma que elijas para vivir, busques y encuentres la manera de hacer lo que más puedas para combatirla. Que los tiempos convulsos y las incertidumbres no te llenen de miedos ni desconfianzas y que descubras que siempre, en cualquier rincón del mundo, siempre hay alguien dispuesto a ayudar. Espero y deseo que tú seas siempre uno de esos.

Que el paso de los días y las cosas te hagan aprender y reflexionar por ti misma, que escuches y te escuches, y que vivas la vida con los ojos tan abiertos como los tienes ahora. Que mantengas esta misma sonrisa incluso cuando descubras que la vida es imperfecta y que, a veces, el cielo se puede llenar de nubes negras. Y que aunque a momentos, el optimismo pueda parecer una heroicidad, que siempre te inunde la calma y la templanza y que nunca, nunca –como solemos decir tu madre y yo- que nunca te falte el sentido del humor.

Espero y deseo que aunque en el futuro no puedas acordarte de este momento, de alguna manera (a tu manera) sí puedas sentir todo el amor que ahora concentras, te lo lleves guardadito en algún lugar del corazón y que te acompañe siempre, a cada paso.

Que la vida te trate bien, Leonor, y tú también a ella. Que sientas con la misma fuerza la libertad y la responsabilidad de vivirla intensamente, sabiendo disfrutar de sus momentos buenos y aprendiendo de los malos.

Nosotros estaremos aquí:  mirando, sonriendo, viendo cómo avanza el tiempo en el que tú creces y los demás, envejecemos. Cada uno desde su lugar, desde su sitio, siempre atentos y dispuestos para lo que necesites.

Estaremos ahí, como aquí estamos hoy, queriéndote y acompañándote.

 

Siria, desde el corazón

Hace ya muchos años, durante un viaje por el mundo, el día terminó con un largo y tranquilo paseo por entre los restos de la Historia. No había guías, grupos turísticos y ni si quiera gente y caminamos despacio y en silencio entre las columnas, paredes y templos que nos rodeaban por todos lados. Deslumbrados por su belleza, atónitos por su estado de conservación, abrumados con tanto pasado e imaginando cómo debería haber sido la vida en aquel lugar miles de años antes. Al fondo, allá arriba, siempre presente y mirándonos con altivez, la imponente fortaleza de  Qalaat ibn Maan en la cima de la colina que acabábamos de descender.

Los colores del atardecer, la puesta de sol, la brisa que acaricia, alivia y refresca el desierto en las primeras horas de la noche, la aparición de las estrellas y el extraordinario silencio con el que ocurría todo nos llevó a deambular pensativos casi en un estado de embelesamiento. Deteniéndonos aquí o allá a contemplar el entorno y descansar tumbados en sus históricas piedras aún calientes por el sol.

Con la misma tranquilidad con la que no ocurría nada, apareció de entre las sombras un pastor con un pequeño rebaño de cabras. Nos saludó, se sentó a nuestro lado con una gran sonrisa e inició una conversación en un buen inglés que hablaba suavemente, casi en voz baja. Como si a nuestro alrededor el mundo se hubiese echado a dormir y no quisiera despertarlo. En el mismo tono, le contamos de dónde veníamos, las etapas previas del viaje hasta ese momento, la falta de planes para después y los motivos que, mezclando historia y leyendas, nos habían llevado hasta allí.

Su sonrisa se hizo aún más grande y mirando a su alrededor con devoción comenzó a contarnos su amor profundo por aquel lugar. Nos dijo que aquel ambiente tranquilo, bello y casi mágico había sido la razón por la que había vuelto a su ciudad natal después de pasar unos años en Damasco adonde se mudó por un trabajo como profesor al terminar sus estudios y donde nunca se acostumbró al bullicio de la capital. Nos explicó que había vuelto porque extrañaba el espacio abierto y silencioso en el que había crecido, la belleza estática que le acompañaba a cada paso, el sosiego embrujante del entorno y la contundente y enigmática presencia del desierto pues la naturaleza más inhóspita es, a la vez, la más bella.

Y  después de cada dos o tres frases apasionadas sobre su entorno y su vida tranquila, repetía una y otra vez con una gran sonrisa: I speak from my heart not from my mouth (hablo desde el corazón, no por la boca). Como un mantra, como un verso. Subrayando que sus palabras no eran las frases aprendidas de un guía, ni la mera descripción de un entorno privilegiado sino, simplemente, una declaración de amor.

Y así, hablando desde el corazón, nos narró su apacible rutina diaria, sus ratos de vida familiar en el pueblo, los pormenores de su pequeño comercio y, sobre todo, su momento favorito del día: traer sus animales y pasear sólo al anochecer por entre las ruinas de Palmira. Disfrutando de la soledad, el silencio, las estrellas, la belleza del lugar, la temperatura… descubriendo cada día nuevos detalles de las piedras, del cielo y entreteniéndose cada noche con cualquier pensamiento. Una combinación de mil pinceladas que le abrazaban con dulzura al final de cada día para hacerle sentir tan especial y tan pleno como en ningún otro lugar en el mundo. «Believe me my friends, I speak from my heart not from my mouth«. Por eso había vuelto. Por eso había regresado a aquel punto del desierto al Este de Siria y por eso, y porque se lo decía el corazón, no pensaba marcharse. Por eso, buscando eso mismo, nos decía desde el corazón, nosotros habíamos viajado hasta allí.

«Hete aquí un hombre feliz, todo un poeta» escribí más tarde aquella noche en mi  cuaderno de viaje.

Hace unos pocos días, alrededor de una de esas tertulias de sobremesa desde las que se arregla el mundo con más pasión que en la Asamblea de las Naciones Unidas y que no tienen más agenda que saltar de un tema a otro sin mucho orden ni concierto, alguien mencionó cómo la barbarie había destruido ya gran parte de las ruinas de Palmira y asesinado brutalmente al arqueólogo que las cuidó toda su vida. El foro se llenó de rabia e indignación y en seguida otra persona protestó vehementemente ante el hecho de que tanta destrucción pudiera pasar sin que el mundo reaccionara para impedirlo. Rápidamente alguien más recordó que aquello, al fin y al cabo, no era ni lo más importante ni lo más urgente. Que aunque Palmira fuera una obra de arte no dejaba de ser algo material y que lo verdaderamente grave, trágico y ante lo que había que reaccionar eran los cientos de miles de vidas que se habían perdido ya en los cuatro años que dura la guerra en Siria y las muchísimas más que siguen muriendo o están atrapadas, y en grave riesgo, en lo que queda del país y en la región.

Aunque el dilema sobre el supuesto conflicto de prioridades entre proteger vidas humanas u obras de arte patrimonio de la humanidad sobrevoló un momento los cafés ni siquiera llegó a aterrizar: antes de que pudiera hacerlo, lo desvió una mención a la imagen de un niño sirio muerto mecido por las olas de una playa, hoy tan terrible como célebre, y que representa con descarnada precisión quirúrgica la tragedia de los millones de personas que tratan de escapar de la barbarie que los acosa y que está convirtiendo el Mediterráneo en una fosa común.

Con la velocidad vertiginosa a la que viaja la indignación cuando se desborda, la conversación derrapó en la curva de la crisis desatada en Europa por la llegada masiva de refugiados. Con el eco de las cucharillas removiendo el azúcar, volvió a coger fuerza con el impulso de las críticas a los Gobiernos inactivos o bloqueados y con el desprecio a los que son indiferentes, contrarios a ayudar y, especialmente, a aquellos que vuelven a levantar vallas entre países ignorando el tiempo y el esfuerzo que implicó quitarlas. Reposó unos segundos en el silencio solemne que se produce cuando las disyuntivas del mundo se detienen a la puerta de casa pero de nuevo fue recuperando velocidad con los ejemplos de solidaridad ciudadana y con la admiración por las organizaciones sociales que se ponen a hacer y resolver mientras los Estados se paralizan o se atrincheran.

Comenzó de nuevo una espiral ascendente de rabia avivada con menciones a la prensa y su capacidad impúdica de comercializar con todo, con las consecuencias de la crisis económica, las crueles dinámicas del mercado global y su impacto local, la corrupción, la ineptitud generalizada de la política nacional e internacional y culminó, finalmente, con el acuerdo casi unánime de vivir en tiempos de crisis de valores individuales y sociales y con el desánimo que se impone cuando uno se empeña en convencerse de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

El mundo entero durante un café con leche.

Y como tantas otras veces a lo largo de estos años, pienso mientras en silencio en aquel lugar y en aquel pastor que juntos me regalaron uno de los momentos más bonitos y mágicos de mi vida y me invade una profunda tristeza.

Y me pregunto, no con la boca sino desde el corazón, hoy adolorido y confuso, qué habrá sido de ellos en medio de tanta barbarie.

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12 Títulos

Últimos días del 2015. En breve, comenzará el año 2016.

Los números, a menudo, dan vértigo pero para desactivarlo nada mejor que quitarles la importancia que, en realidad, no tienen: cuando estemos poniendo fin a nuestro año, el calendario de la pared de una casa Nepalí les dirá a sus habitantes que aún quedan unos meses para terminar el año 2072; en el mundo musulmán acaban de terminar las celebraciones que inauguraron su año nuevo, el 1437; el calendario chino tendrá aún un tiempo más para pasar página y comenzar su 4714; los budistas viven en el 2556 y de acuerdo su calendario, los hebreos en el 5775.

Sin embargo, en esta parte del mundo, el calendario que utilizamos nos avisa que, irremediablemente, nos acercamos al final de un año. Y la tradición (repetitiva por propia naturaleza)  hace que las calles vuelvan a llenarse de luces de colores; que se saquen de los trasteros los adornos y las imágenes típicas; y que empiecen a sonar, una año más, las canciones que pretenden reflejar (o crear, que a veces no está del todo claro) el ambiente que nos inunda en estas fechas.

En poco tiempo, nos encontraremos con nosotros mismos a punto de brindar por un año que comienza y entre las prisas, la música, las compras, el alcohol, el ruido y los excesos lo haremos,  probablemente, sin pensar mucho en el año que termina.

A fin de cuentas, vivimos privilegiando lo nuevo, lo joven, lo recién llegado.

Quizá ahora que aún no ha comenzado del todo la Navidad (aunque en realidad La Navidad es hoy un periodo largo y confuso que comienza cada vez más pronto…casi inmediatamente después de la noche de Halloween) y antes de que empiecen en masa las celebraciones, las reuniones, el aturdimiento de los villancicos, los placeres de los reencuentros deseados y las molestias y presiones de los obligados, sea el momento de pensar no tanto en el año que comenzará como siempre a bombo y platillo, con música y fuegos de artificio, sino más bien, en el que queda atrás.

En el que, al fin y al cabo, nos ha traído hasta aquí.

Para hacerlo, imagine un juego: poner un título a cada mes del año que se va. Como si fuese un periodista de su propia vida y tuviera que resumir en unas líneas el acontecimiento que marcó cada periodo de treinta días. Sólo el titular: concreto, verídico y capaz de condensar lo más importante de lo que le ha sucedido a lo largo de los meses que terminan. Como si fuese un artista que, después de terminar su obra, debe ponerle un título que simbolice y represente, toda su creación.

No es tan fácil como pueda parecer.

A veces, cuando la vida ha sido intensa, por exceso de material y no saber qué escoger. A veces, por defecto, si en la inmensidad de la rutina cuesta señalar algo memorable.      A veces, porque las hojas caídas de enero y febrero han quedado ya lejanas en nuestra propia historia y tapadas por las miles de otras cosas que sucedieron.

A veces, porque no resulta fácil distinguir qué pasó ni cuándo…

En realidad, no es fácil distinguir en la distancia.

Una regla: no valen las ayudas. No vale recurrir a agendas, fotografías, conversaciones, llamadas o consultas.

Sólo usted y su memoria.

Enero:

Febrero:

Marzo:

Abril:

Mayo:

Junio:

Julio:

Agosto:

Septiembre:

Octubre:

Noviembre:

Y…diciembre:

Y, aunque los titulares y las convenciones nunca serán las mismas, el tiempo pasa para todos.

Donde la razón termina.

Donde la razón termina hay un lugar en el que se camina sin un rumbo claro. En el que se puede cambiar la trayectoria a cada momento a golpe de timón de las emociones, y donde se escucha con atención y se da crédito a los cantos de sirena.

Manuscrito original, ElEvangelioSegúnJesucristo

Ese lugar en el que habitan las creencias que afirmamos y defendemos y que a menudo, no sabemos ni podemos argumentar con la razón. Donde están los miedos íntimos que nadie conoce y, en realidad, a nadie importan. Donde se atesoran los recuerdos más reales de todo lo vivido en soledad y donde reside la decisión y la fuerza para nadar contracorriente. El territorio íntimo desde el que nos enamoramos como no podemos explicar y, a veces, de quien no debemos; y desde el que se puede odiar más allá de lo moralmente permitido.

Donde construimos un andamio invisible hilvanando pensamientos, intuiciones y emociones que van y vienen sin orden ni concierto (sin importar si las trajo el azar o el destino) y que nos sostiene, a veces firmemente u otras muchas con temblores en el día a día.

Esa zona en la que puede soplar un viento frío o en las que llega a reinar el calor más envolvente que se pueda imaginar; y donde el clima cambia más rápido y con más brusquedad que en la realidad. Donde de los errores no siempre se aprende y donde tropezar varias veces con la misma piedra puede llegar a ser costumbre y tradición. Donde habita, desnudo de obligaciones y educación, lo que realmente nos hace felices y donde también germinan las semillas de nuestras perdiciones.

Ese parque vacío donde se suelta al pensamiento a dar un paseo sin correa ni bozal y donde cada día puede encontrarse un banco nuevo en el que sentarse y conectar con todo lo que hay, con el pasado y con lo que queda por venir. Donde hay rincones en los que reflexionar sin el recurso automático de la comparación, liberado de la mirada del otro y donde no existen los espejos. Donde se asume con tranquilidad que la vida, a menudo no tiene argumento y se descubre que cuando uno piensa que las cosas no tienen sentido, en realidad hay que revisar el sentido que se da a las cosas.

Más allá, donde la razón acaba, hay un mundo íntimo e infinito con caminos que llevan a poder entender un poco mejor, o simplemente un poco, el mundo y la existencia.

«Dentro de cada uno de nosotros hay algo que no tiene nombre. Eso es lo que somos» dijo José Saramago.

Y para adentrarse y explorarlo, no hay mejor brújula que las páginas infinitas y sin pausa de cualquiera  de sus libros.

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«Y aquel día, no murió nadie»

Lecturas para tiempos revueltos

Nota: Este artículo fue escrito para la Revista Arcadia en enero 2015, tras la tragedia de Charlie Hebdo. Qué triste tener que rescatarlo hoy y ver que vuelve a ser vigente, casi palabra por palabra:

“En la actualidad, atravesamos un periodo algo confuso, en el que mucha gente ha prescindido de los antiguos criterios pero no ha llegado a adoptar otros nuevos. Esto les ocasiona bastantes problemas pues como en su subconsciente, en general, siguen creyendo los viejos criterios, los problemas cuando surgen provocan desesperación, remordimiento y cinismo”.

Aunque lo anterior podría aplicarse al momento en que vivimos, en realidad fue escrito hace mucho tiempo, en 1930, y puede encontrarse en las página de La conquista de la felicidad, del escritor y Premio Nobel Británico Bertrand Russell. Pese al paso del tiempo, sus reflexiones son, en esencia, tan vigentes como entonces y pareciera que más necesarias que nunca.

El año comenzó revuelto, sangriento y trágico. Puede que tanto como otras veces, quizá ni más ni menos que los anteriores pero tenemos la tendencia lógica a vivirlo así cuando la brutalidad, la sinrazón y la violencia golpean en el epicentro de occidente. Cuando el terrorismo demente, fanático y rabioso explota en el salón de nuestra casa en lugar de en el patio de atrás del mundo. Tan cerca que la sangre puede salpicarnos y dejar manchada la alfombra. Tan próximo que la víctima pudiera haber sido cualquiera de nosotros.

Entre el horror y el estupor hemos visto atónitos el enfrentamiento entre los lápices y las metralletas. La creatividad (don siempre inestable a veces capaz de hacer obras de arte y otras de producir piezas irrespetuosas y de dudoso gusto) confrontada a la barbarie y fusilada contra la blanca pared de un día cualquiera.

Se comprueba una vez más que la ceguera del radicalismo es tal que impide ver las más sencillas de las soluciones: ignorar lo que me desagrada, no comprar ni leer lo que no me gusta, responder a través de los mecanismos pacíficos que la sociedad me ofrece, desde el activismo reposado que de seguimiento y alimente el eterno debate de los límites de la libertad de expresión o con la tolerancia pragmática del vive y deja vivir. Sin embargo, en su lugar la respuesta es odio, muerte, sangre y destrucción. A menudo, semilla y terreno donde germinan fácilmente nuevos fanatismos.

“El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera (…) siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a algún acuerdo (…) y cuya esencia reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar”

Las palabras las pronuncia el filósofo israelí, nacido en Jerusalén, Amos Oz y pertenecen a su libro Contra el fanatismoconformado por tres artículos de reflexión cuerda y sosegada sobre el terrorismo que todo el mundo debería leer antes de ir (pero sobre todo al volver) de cualquier manifestación. Porque las masas a veces inspiran pero a veces destruyen. A veces emocionan y a veces aterran.

La perturbación que produce la proximidad inmediata de la violencia puede llegar a aturdir los sentidos cuando es un hecho recurrente, cuando se experimenta sin cesar una y otra vez. Normalizándola hasta el punto de generar insensibilidad e indolencia. Sin embargo, es también capaz de despertar sentimientos de solidaridad y compasión sin precedentes y reavivar los valores más profundos de la vida individual y del contrato social, especialmente, cuando es esporádica y marginal. Es decir, cuando interrumpe con fuerza en un entorno donde la violencia no es la regla sino la excepción.

Es entonces cuando las reacciones de sorpresa, tristeza, dolor, indignación y rabia se canalizan, general y masivamente, reafirmando los valores de la vida en comunidad, reclamando la tolerancia y el respeto y demostrando que son muchos más aquellos que condenan la violencia y defienden los lápices (incluso aunque no les guste lo que éstos dibujan) que los que asesinan a los dibujantes. Millones de personas lo han demostrado activamente en las calles francesas y en las de otros lugares del mundo, y muchos más desde sus hogares, sus sillones de perplejidad frente a la televisión y en las conversaciones familiares.

Pero como siempre, son muchos los retos que vienen a continuación. Son muchos los desafíos que deben afrontarse en cuanto se disipe un poco el dolor, la tristeza y la impotencia. Porque estas cosas hacen cambiar el mundo. Son puntos de inflexión en el pensamiento, en las políticas, en las creencias individuales y en los imaginarios colectivos.

El reto no es sólo impedir que estos hechos vuelvan a repetirse. Es también entender que la violencia merece el mismo rechazo masivo allá donde ocurra y que (entendiendo la lógica de mayor compasión por el que sufre más cerca y con quien uno se identifica y, por lo tanto le refleja) las víctimas del fanatismo no son diferentes en función del suelo en el que caigan muertas.

El reto es también mantener y reafirmar la tolerancia y el respeto a la diversidad de pensamiento, palabra y obra en el micro mundo de nuestras acciones cotidianas.

El reto está también en recordar a muchos dirigentes de instituciones públicas y privadas que durante estos días han hecho grandilocuentes y expresivas manifestaciones en defensa de la libertad de expresión que además de los ataques mortales que la fulminan, existen otras muchas maneras de cercenarla día a día, sutilmente y sin violencia física, a base de acciones y decisiones que la restringen o creando miedo y fomentando la autocensura en quienes pretenden ejercerla o reclamarla. Como dice Amos Oz en su libro: “por supuesto (el fanatismo) se manifiesta en diversos grados (…) y aunque pueda diferenciarse en su magnitud, no es diferente en la naturaleza de sus actos”

La tragedia francesa se ha comparado al 11 de septiembre estadounidense que también cambió la historia. El verdadero reto y donde los franceses pueden volver a dar una lección al mundo es que después de la tragedia, esta vez, el mundo cambie para bien.

Los refranes o las barreras al pensamiento

En 1911 veía la luz el Diccionario de lugares comunes, una obra elaborada durante más de treinta años por Gustave Flaubert y publicada, a título póstumo, décadas después de la muerte de su autor. En ella, el escritor francés repasaba los tópicos y tabúes del siglo XIX definiendo las palabras de acuerdo a los prejuicios y valores imperantes en su sociedad. Todo un testimonio del pensamiento estereotipado de la época, ordenado por orden alfabético y emulando las entradas de un diccionario.

Con humor, ironía y precisión, Flaubert recorre los juicios y clichés que imperan en las conversaciones diarias y se burla de la mediocridad y la tendencia generalizada a terminar discusiones cruciales, en lugares comunes a base de conclusiones livianas.

El libro supone toda una reflexión sobre la banalidad del lenguaje y por tanto, la banalidad del pensamiento. Una aguda crítica al proceso social a través del cual las palabras van llenándose, a base de repeticiones sin ningún filtro, de potentes significados que en lugar de servir como vehículo para el entendimiento se convierten en obstáculo para la reflexión y el análisis.

Sorprende (y asusta) darse cuenta que el libro sigue teniendo actualidad, que muchas de las definiciones no han perdido su vigencia y que un ejercicio crítico similar podría extenderse a lo que hoy se considera la sabiduría popular. A tantos refranes que salpican hoy nuestras conversaciones y que se utilizan como pensamientos automáticos para sostener una opinión o como argumento fatuo para intentar llevar la razón. De hecho, cualquier razón: pues si alguien reclama ufano que a quien madruga dios le ayuda, rápidamente podría replicarse que no por mucho madrugar amanece más temprano.

El refrán constituye un recurso lingüístico inmediato que si bien en alguna ocasión puede sintetizar un aprendizaje o una reflexión valiosa, mucho más a menudo contribuye a afianzar estereotipos absurdos que deberíamos analizar con más cuidado antes de propagarlos y repetirlos alegremente ante oídos ajenos o incluso ante nosotros mismos. Desde aquellos que pueden justificar la violencia (quien bien te quiere te hará llorar) pasando por los que invitan a la ignorancia o al inmovilismo (la curiosidad mató al gato; más vale malo conocido que bueno por conocer) o los que transforman la desconfianza en bondad garantizando la ingratitud (cría cuervos y te sacarán los ojos) hasta los que, ante la partida, sirven para engordar el ego vaticinando el empeoramiento de la cosas pues siempre alguien vendrá que a mí bueno me hará.

Pero además, el refrán puede convertirse en un poderoso limitante de la reflexión y el pensamiento. Una firme barrera para el análisis que nos impide profundizar en la realidad y sirve sólo para dar por zanjada una discusión inacabada. Como ejemplo, la definición que Flaubert hace de excepción: Dícese de la que confirma la regla pero sin arriesgarse a explicar cómo. 

Al servicio del imaginario colectivo más superficial, hoy día los refranes siguen usándose con mucha frecuencia para cerrar en falso cuestiones controvertidas para las que no tenemos respuesta verdadera. Porque no ayuda mucho concluir alegremente que donde manda patrón, no manda marinero si lo que está en juego es clarificar quién es el patrón y quién el marinero; o si se trata de definir el límite exacto de la autoridad.

O porque, en realidad, da igual que veamos la botella medio llena o medio vacía si la verdadera cuestión, y lo importante, es saber si el agua alcanza para todos.

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Las paredes hablan

Las paredes de las ciudades están llenas de declaraciones al aire, de cartas abiertas, de mensajes anónimos. Entre los anuncios de arriendos y ventas, la publicidad de los establecimientos, las prohibiciones, las instrucciones y las ofertas de todo tipo, conviven miles de expresiones y gritos lanzados al viento.

Hay manifestaciones de rabia y de odio. Declaraciones de amor. Reivindicaciones. Agresiones e insultos, pensamientos e incluso poesía. Desde exhibiciones abstractas, jeroglíficas o surrealistas hasta efemérides y recordatorios pasando por reflexiones profundas sobre lo divino, lo humano y lo urbano (términos que no siempre conjugan bien) y siempre junto a un inmenso catálogo de estados de ánimo que quedan fijados en pintura o en spray. A veces, sólo una fecha y una firma dejada por alguien a quien la huella invisible de sus pasos no debió parecerle rastro suficiente.

Algunos, con faltas de ortografía. Otros, escritos en lugares aparentemente inaccesibles. Los hay que invaden y empañan espacios que debieron ser respetados por su valor artístico pero también los que añaden color y vida a rincones oscuros y descuidados de una calle cualquiera.

Fotografías instantáneas de las emociones de un habitante anónimo de la ciudad.

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La costumbre no es nueva ni exclusivamente ligada a la llamada cultura urbana. Las paredes han sido el soporte de ideas, emociones y expresiones a lo largo de toda la historia: los dibujos primitivos de las cuevas que hoy nos muestran vestigios de culturas desaparecidas que intentamos comprender; las inscripciones críticas o burlescas de las paredes que delimitaban las calles empedradas de las villas romanas; las de las que conformaban las aldeas y castillos medievales y, por supuesto, las de las casas y edificios de los pueblos y ciudades de nuestros tiempos.

Un paseo fijándose en las inscripciones, dibujos y leyendas que nos rodean y que, a menudo, pasan desapercibidas puede darnos una nueva perspectiva de la ciudad y muchas pistas sobre los que en ella habitan: los mensajes cambian de barrio a barrio; se prodigan en unos y son excepcionales en otros. Se intensifican y multiplican en las proximidades de algunos sitios (especialmente colegios y universidades) y también permiten reconstruir el camino por donde ha pasado una manifestación o el que lleva hasta donde reside una protesta.

Los hay improvisados y Pintando tu mundo gris 2emocionales, profundos y triviales. Fruto del momento, de un impulso fugaz y hechos con prisa. O son el resultado de un trabajo minucioso, diseñado y delineado con esmero y con indudable valor artístico.

Algunos hacen reír, otros provocan indignación. Abundan los mensajes directos con fecha, destinatario y remitente (muchos de ellos de amor) y también pensamientos abiertos a todo el mundo que invitan a reflexionar o a recodar cosas simples que a menudo se olvidan entre las prisas y el ruido del tráfico.

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Es como si la ciudad hablase por sí misma. Como si las paredes de las casas, las iglesias, las universidades, las fábricas o los centros comerciales murmuraran entre ellas. Como si tuvieran voz propia y mucho que decir.

Y aunque es probable que algún mensaje sea la excepción, la mayoría no debe superar los 140 caracteres.

Quizá por eso, Twitter tiene millones de aficionados por todo el mundo. Porque es como escribir en paredes invisibles y lanzar al espacio mensajes con pensamientos y reflexiones. Llamando la atención, exhibiéndose, queriendo dejar huella, protestando, anunciándose, declarando amor o pidiendo socorro. Porque, al igual que el que lo hace con pintura, tiza o spray, es escribir un sentimiento o una idea en un muro blanco e infinito y poder decirle al mundo lo que uno quiera. Lo que uno sienta.

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Polvo en los rincones

Hay gente que aparece, de repente, en la memoria.

Gente que no forma parte de nuestros recuerdos habituales, que no está en nuestra agenda de teléfono ni en las fotos que seleccionamos y mostramos. Personas con las que un día convivimos y nos relacionamos pero que no han llegado a tener ni un centímetro cuadrado en los departamentos de nuestra memoria. Ni en propiedad ni en alquiler.

Nombres que conocimos y usamos pero que no quedaron en nuestras listas de contacto, que no forman parte de nuestros recuerdos más evidentes y que ni siquiera tienen una mención secundaria en la narración de nuestras vidas.

Y sin embargo, un día aparecen. Así, sin más. Sin avisar y sin razón aparente pero perfectamente enfocados en ese lugar de la mente donde se proyectan las evocaciones.

Llegan en un sueño o viajando en las palabras de otro; asociados a un objeto, a una música o en el paso fugaz de una imagen que nos muestra con nitidez un instante y un rostro que creíamos olvidado. Todo un paquete de recuerdos y sensaciones cubiertas por el polvo de los años que vienen bajo el brazo de aquel que (por algún motivo) se sentó en la última fila de nuestro cerebro. Alguien a quien la luz de nuestra memoria apenas alumbra y a quien nunca prestamos atención. Porque los focos de la vida diaria nos deslumbran, el quehacer cotidiano nos entretiene y porque, cuando nos permitimos mirar atrás, nos quedamos siempre conversando con quienes (por derecho, falta u obsesión) se ubicaron en los primeros asientos de nuestro pasado.

Si la memoria es selectiva, nuestros recuerdos son siempre incompletos. Y en quienes no pensamos ni hemos pensado durante años siguen existiendo y viviendo su día a día. Quizá igualmente sin pensar en nosotros. Quizá recordándonos con una intensidad que no sospechamos.

Y en la intimidad del pensamiento, un encuentro accidental al doblar una esquina de las calles del recuerdo: alguien aparece un día frente a nosotros mientras caminamos. De repente. Sin esperarlo. Sin nada que lo anuncie. Y desplegando en un instante una alfombra de dudas y opciones:

Pudiendo pasar de largo sin saludar.

Pudiendo saludar, sin detenerse, con una mueca que intenta ocultar la cara de sorpresa.

Pudiendo detenernos, entablar una conversación e invitar a tomar un café al propio recuerdo.

Y todo un mundo que erróneamente creíamos olvidado, aparece de repente ante nosotros. ¿Dónde estuvo todo este tiempo?

El ser humano, o la fragilidad de la memoria.

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