Últimos días del 2015. En breve, comenzará el año 2016.
Los números, a menudo, dan vértigo pero para desactivarlo nada mejor que quitarles la importancia que, en realidad, no tienen: cuando estemos poniendo fin a nuestro año, el calendario de la pared de una casa Nepalí les dirá a sus habitantes que aún quedan unos meses para terminar el año 2072; en el mundo musulmán acaban de terminar las celebraciones que inauguraron su año nuevo, el 1437; el calendario chino tendrá aún un tiempo más para pasar página y comenzar su 4714; los budistas viven en el 2556 y de acuerdo su calendario, los hebreos en el 5775.
Sin embargo, en esta parte del mundo, el calendario que utilizamos nos avisa que, irremediablemente, nos acercamos al final de un año. Y la tradición (repetitiva por propia naturaleza) hace que las calles vuelvan a llenarse de luces de colores; que se saquen de los trasteros los adornos y las imágenes típicas; y que empiecen a sonar, una año más, las canciones que pretenden reflejar (o crear, que a veces no está del todo claro) el ambiente que nos inunda en estas fechas.
En poco tiempo, nos encontraremos con nosotros mismos a punto de brindar por un año que comienza y entre las prisas, la música, las compras, el alcohol, el ruido y los excesos lo haremos, probablemente, sin pensar mucho en el año que termina.
A fin de cuentas, vivimos privilegiando lo nuevo, lo joven, lo recién llegado.
Quizá ahora que aún no ha comenzado del todo la Navidad (aunque en realidad La Navidad es hoy un periodo largo y confuso que comienza cada vez más pronto…casi inmediatamente después de la noche de Halloween) y antes de que empiecen en masa las celebraciones, las reuniones, el aturdimiento de los villancicos, los placeres de los reencuentros deseados y las molestias y presiones de los obligados, sea el momento de pensar no tanto en el año que comenzará como siempre a bombo y platillo, con música y fuegos de artificio, sino más bien, en el que queda atrás.
En el que, al fin y al cabo, nos ha traído hasta aquí.
Para hacerlo, imagine un juego: poner un título a cada mes del año que se va. Como si fuese un periodista de su propia vida y tuviera que resumir en unas líneas el acontecimiento que marcó cada periodo de treinta días. Sólo el titular: concreto, verídico y capaz de condensar lo más importante de lo que le ha sucedido a lo largo de los meses que terminan. Como si fuese un artista que, después de terminar su obra, debe ponerle un título que simbolice y represente, toda su creación.
No es tan fácil como pueda parecer.
A veces, cuando la vida ha sido intensa, por exceso de material y no saber qué escoger. A veces, por defecto, si en la inmensidad de la rutina cuesta señalar algo memorable. A veces, porque las hojas caídas de enero y febrero han quedado ya lejanas en nuestra propia historia y tapadas por las miles de otras cosas que sucedieron.
A veces, porque no resulta fácil distinguir qué pasó ni cuándo…
En realidad, no es fácil distinguir en la distancia.
Una regla: no valen las ayudas. No vale recurrir a agendas, fotografías, conversaciones, llamadas o consultas.
Sólo usted y su memoria.
Enero:
Febrero:
Marzo:
Abril:
Mayo:
Junio:
Julio:
Agosto:
Septiembre:
Octubre:
Noviembre:
Y…diciembre:
Y, aunque los titulares y las convenciones nunca serán las mismas, el tiempo pasa para todos.